Ayer revisé la película La cinta blanca (Das weisse Band, 2009), que no había visto desde su proyección en los cines. Y me dejó la misma impresión que entonces, la de estar delante de una sutil obra maestra donde cada segundo, por lento que pase, es sublime. Sí, la cinta del austríaco Michael Haneke no es un prodigio de acción (aunque a eso ya nos tiene acostumbrados), pero sus deliciosos planos, sus silencios, las miradas de sus personajes... van haciéndose hueco en nuestro cerebro para acabar dejándonos un poso imborrable.
La cinta blanca es una sucesión de hechos siniestros explicados desde la más absoluta calma, sin una banda sonora (como en otros trabajos de Haneke) que enfatice el dramatismo, sin imágenes explícitas ni juegos de cámara pensados para pillar por sorpresa al espectador. Y aún así estremece. Porque lo realmente siniestro de esta película es la historia de odio y violencia que subyace en ella.
No es ningún secreto que La cinta blanca intenta reflejar el contexto social que acabaría engendrando el nazismo. Ambientada en los años 1913 y 1914 en un ficticio pueblecito protestante de Alemania, justo antes del inicio de la Primera Guerra Mundial, la película de Haneke narra las tensiones que se viven en una comunidad reducida de personas, dominada por una moral estricta hasta el punto de llegar a ser grotesca. La cinta blanca es en esta historia el símbolo de la pureza (curioso, la pureza acabaría siendo un objetivo obsesivo para el nazismo) que se ven obligados a llevar los niños del pastor del pueblo como amuleto contra el pecado.
Esos mismos niños, con sus crueles actos, simbolizan en esta historia la primera semilla del nazismo que irrumpiría años más tarde en Europa. Los adultos de la película, sus padres, proporcionan el caldo de cultivo de la nueva ideología. Así, el barón representa las tensiones interclasistas, el doctor se caracteriza por una dañina doble moral, y el pastor es valedor de una asfixiante rectitud que genera humillación, culpa y, al fin, violencia.
Para explicar esta historia, Haneke se vale de un blanco y negro y una fotografía exquisitos, que acentúan la aparente armonía de la comunidad retratada y, por contraste, la sordidez de los hechos que allí suceden. El trabajo de Christian Berger en cada plano es excelente. De hecho, aún recuerdo cómo me maravilló en el cine la escena en que el maestro y la niñera se conocen, y la luz brilla en cada uno de los cabellos de la chica, mientras éstos se mueven por efecto del viento.
Por otro lado, Haneke vuelve a utilizar en esta película algunos de esos recursos que tan bien domina, como el fuera de campo, que hace que un simple "bodegón" se convierta en una escena de gran intensidad.
A pesar de todo lo dicho, el guión de La cinta blanca esconde algunos momentos de luz entre tanta mezquindad. Por un lado, tenemos la cándida historia del maestro y la niñera, que parecen ajenos a cualquier sentimiento negativo, a pesar de que ellos también son víctimas de la represión que domina la comunidad. Pero, sobre todo, el personaje con mayor capacidad para dibujarnos una sonrisa es el pequeño hijo del pastor, que aparece en unas pocas escenas absolutamente memorables. Para mí, uno de los niños más entrañables de la historia del cine. Por cierto, obligatorio disfrutar la interpretación de este pequeñín en versión original.
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